Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

jueves, 10 de febrero de 2011

LOS AÑOS VERDES-PROYECTO DE HOMBRE

Con este sugerente título, recibí el apasionante relato que ahora podréis disfrutar, sobre la “vida y milagros” de la época en que la sangre púber corría por las venas  de nuestro Yayo Félix.
No merece la pena perderse ni una sola coma, porque al final de esta historia no tardará en llegaros la siguiente; en ello andamos.
Saludos a todos los lectores y simpatizantes de este Blog y sobre todo de este “pequeño GRAN hombre”.

Marisa Pérez


LOS AÑOS VERDES-PROYECTO DE HOMBRE  
Valladolid, 6 de enero de 2010


Queridos hijos y nietos: A estas alturas de la película estáis de sobra enterados que en la trayectoria vital de mi infancia y adolescencia, cuando apenas era un proyecto de hombre, un hombre aún sin hacer, lo pasé acumulando desatinos, pifias y patinazos, pero se conoce que no enteramente satisfecho tuve que rematar mi azarosa carrera de locas aventuras con una desastrosa experiencia con  consecuencias tan devastadoras que de nuevo cambió el rumbo de mi vida.

En principio éramos tres amigos que como la vida pasa tan callando, tan volando, ya estábamos creciditos, éramos unos chiquilicuatros en los años verdes que pasábamos de jugar a pelear a palos, pedradas y demás cosas de críos.
Leer y el cine eran las nuevas aficiones de los jóvenes. Apasionante entretenimiento para las tardes de sábados y domingos eran aquellas primeras películas de indios y cowboys, de puñetazos y muchos tiros, con actores tan famosos entonces como “Tim McCoy”…
Muy en boga estaba igualmente el intercambio de novelas con temas del Oeste Americano. En este canje de novelas baratas llegó a nuestras manos una que contaré rápida y brevemente los puntos centrales de la historia que fue la que dio origen a estos graves e inverosímiles sucesos.

En un poblachón del lejano oeste, el propietario de importantes minas, ambicioso y poco caritativo dejó en el desamparo a la familia de uno de sus mineros fallecido al caérsele encima el techo de la galería en que trabajaba.
Los compañeros del difunto compadecidos de la situación de miseria e injusticia de la viuda y de los huérfanos tratan de conseguir alguna compensación económica  que aliviase el problema, pero con escaso éxito, porque ni súplicas, ni conflictos, ni huelgas, ni la intervención del sheriff conmueven al patrón que como bien sabido es, -ojalá no lo fuera tanto-  los ricos siempre salen ganando y los pobres perdiendo, o sea que como el poderoso solucionó la cuestión a favor de sus intereses, decidieron actuar más drásticamente, enviando un exigente y amenazador mensaje escrito. En resumen un argumento más, una novelas más sin nada especial que señalar a no ser el final poco feliz y ciertas curiosas coincidencias; al contar una historia con hechos análogos a los que con relativa frecuencia tenían lugar en Guardo, poblachón minero.
 Don Eurípides, acaudalado propietario de los principales yacimientos carboníferos de la región; que egoísta, acaparador y poco humano también  dejaba abandonados a su suerte a las familias de los mineros que fallecían víctimas de accidentes mineros, o de otro problema, la silicosis, enfermedad pulmonar muy frecuente entre los trabajadores del carbón. Precisamente uno de los tres amigos era el mayor de los  cuatro hijos  de la viuda, cuyo esposo había fallecido  recientemente de la fatal enfermedad.

No recuerdo -porque  los hechos tuvieron lugar hace setenta años- quien sugirió la idea, que por cierto no resultó muy gloriosa, de siguiendo al pie de la letra el guión del novelón,  tomar partida en defensa de la familia del compañero.
Por mi mejor caligrafía copie fiel y exactamente el escrito, que iba más o menos en estos términos: “Tal día, a tal hora, en tal lugar, deposite equis cantidad de dinero, en caso contrario el negro cañón de un revólver le estará apuntando directamente al corazón”.
Se trataba de un domingo a las doce del mediodía en un claro en la falda del monte y 5000 pesetas (30€).
Hicimos mal, muy mal, porque por aquellos dramáticos tiempos algunos de los perseguidos por la dictadura se echaron al monte para seguir luchando; los llamaban maquis.
Los cabecillas más nombrados eran Joselón, el Gitano, el Vasco, Pin el cariñoso… Nosotros para impresionar más, firmamos la carta con el apodo de quien nos pareció más simpático: “Pin el cariñoso”.

Deja poco margen para la duda que  el tal Don Eurípides, con el mucho mundo recorrido y las no pocas experiencias vividas, se contaban de él jugosas anécdotas -no se sabe si reales o imaginarias- referidas  al origen de su fortuna amasada  en América por métodos -se decía-  que no se distinguían precisamente por lo exquisito de su conciencia ética, o sea, de vuelta de todo.
Desde el primer momento, entre otras razones por el tono de la carta redactada en términos bastante cursis; porque el tal maqui actuaba lejos, por Andalucía; por el lugar elegido para depositar el dinero -un escampado en la falda del monte, prácticamente a la vista de todos-  supo que la amenaza no era seria, pero uña y carne con el gallito del pueblo, -el jefe de falange- decidieron, por si acaso, montar la gran estratagema, empezando por prestarse el rico minero a representar la parodia de el domingo aquel, a las doce en punto, como un clavo, pasear ostentosamente por las calles del pueblo montando su estupendo caballo blanco, para a renglón seguido, dejándose ver  llamativamente, dirigirse al lugar señalado para depositar la cantidad exigida.

Nos dejó sumidos en la perplejidad, aquello rompía nuestros esquemas, imposible e impensable que patrón tan duro, tan vivido, abriese con tal facilidad la bolsa.
Si he de ser enteramente sincero he de decir que quizá fruto de grave equivocación nos sentíamos poco culpables, dado que nuestra aviesa intención iba encaminada más bien a causarle un pequeño quebradero de cabeza al potentado, pero ¿dinero? Vamos a ver, tal como ocurría en la novela, ni en sueños esperábamos obtenerlo, pero alucinábamos, había que reconocer, no sin vergüenza, que utilizando medios poco limpios, ligeramente fuera de la ley, llegaba, ¿qué hacer? ¡Aceptarlo! ¿Por qué no, si se trataba de burlar un pellizquito de lo mucho que poseía el potentado para aliviar en alguna medida el problema creado por él?
En realidad quisimos arreglar algo y lo estropeamos todo, porque ciertamente,  no cabe imaginar mayor candidez; nadie con una mínima dosis de lógica no hubiera recelado con tanto exhibicionismo. La cosa no dejaba margen a la duda, allí había gato encerrado, pero nosotros, en este momento éramos únicamente dos, el huérfano y yo, el tercero, contra su voluntad pasaba las fiestas patronales en la aldea donde residían sus abuelos; por no hallarse en el momento ni en el lugar comprometido se libró de lo que nosotros pasamos, porque no fuimos chivatos y nunca mencionamos su nombre, por lo que nadie sospechó de su participación en la barrabasada, así que los dos incautos pardillos nos dejamos engañar tontísimamente, y sin maliciar nada, ni tomar precaución alguna, encantados, jugueteando, corriendo, llegamos al claro del monte, zona desnuda de árboles que dificultasen la visibilidad a recoger el botín, una bolsa de dinero contante y sonante. 

Permitirme que os cuente los insólitos sucesos. Enseguida termino.

 Lógico y natural nos había tendido una trampa en la que caímos redondos: Una veintena de falangistas nos esperaban con las armas preparadas. Si alguno de los camuflados hubiera, valientemente, estirado el cuello y levantando la cabeza, se entera de lo que pasa fuera, es decir,  nos ve, reconoce y nos para los pies en aquellos primeros pasos. ¡Qué diferente hubiera resultado todo! Pero por asombroso que pueda parecer no nos vieron estando tan a la vista, pero oyeron nuestras voces y entonces estalló la guerra. No podéis haceros idea ni aproximada de la tremenda ensalada de tiros que se organizó.
Nos rondó de cerca la muerte, nos hallábamos en medio del campo de batalla a cuerpo descubierto, presentando un blanco perfecto. Nos salvó la vida la falta de valor de los  camuflados que tiraban a ciegas, disparando -a juzgar por los resultados, y dichosamente para nosotros- apuntando a la luna.
¿Cómo nos iban a ver, ni acertar en la diana, si amedrentados se hallaban acurrucados en el fondo del  zanjón sin visibilidad, disparando tiros a tontas y a locas?
Obvio resulta comentar que con el tremendo susto, momentáneamente quedamos paralizados por el estupor, pero por poco tiempo, escapamos de allí como caballos desbocados, con la velocidad que proporciona la desesperación, pero ilesos, sin el menor rasguño, las balas, si acaso, pasaban altas, lejos de nosotros.

El desmesurado y alborotador tiroteo causó en el pueblo estupor y tal sobresalto que todo el mundo se refugió en sus hogares con el corazón encogido.
La perpleja situación duró hasta que regresaron los bravos falangistas desbordantes de júbilo y envalentonados vociferando la fanfarronada; la heroicidad de haber puesto en fuga a los malvados maquis.

La verdadera gravedad de nuestro pecado radicó en haber sido tontos de doble ancho por no saber mantener los labios sellados, por no ser capaces de cultivar el silencio, que dadas las circunstancias, hubiera resultado un don precioso, porque al no haber sido vistos ni reconocidos, en absoluto nos hallábamos en situación comprometida; no éramos sospechosos de nada, no existía razón para ello, pero, muy quijotes, quisimos apechugar, asumir la metedura de pata, cometiendo la solemne ingenuidad de poner las cosas patas arriba,  presentándonos voluntariamente, un día después, en el cuartel de la guardia civil confesándonos autores del desafuero.

Atónitos se quedaron los civiles; imposible creernos.

-        ¿Cómo vais a ser vosotros?

Los ojos les parpadeaban de estupor con nuestra insistencia.

-        Que sí, que sí, que sí, que hemos sido nosotros.

Cuando aceptaron la realidad y se corrió la voz de que el enemigo tan heroicamente rechazado éramos  nosotros: dos gamberros, dos gilipollas galopantes, Guardo sufrió un ataque de risa, y los bravos falangistas quedaron en situación  singular y patéticamente ridiculizados, porque el ridículo fue de antología.

Claro está que haber puesto en evidencia que los heroicos guerreros habían ganado una batalla al revés, sin enemigo en frente, cuando todo el mundo es valiente, no nos granjeamos precisamente su benevolencia, sino que se sulfuraron sobre manera, descargando todo su enojo sobre nosotros.
Como no estaba el horno para justicia simpática ni comprensión justa, con torcida interpretación de los hechos nos atribuyeron las peores intenciones: haber cometido la fechoría merecedora de ejemplar escarmiento, de obtener dinero por malas artes para alimentar caprichos y vicios.
¿Qué vicios y qué caprichos? La más elemental lógica aclara suficientemente que ninguna tentación nos arrastraba a ambicionar dinero para nuestro propio beneficio; de qué y para qué nos servía si resultaba de todo punto imposible disfrutarlo.
En el pueblo nos conocíamos todos y un chico con dinero en el bolsillo hubiera llamado clamorosamente la atención. El menor gasto que hubiéramos efectuado nos hubiera delatado irremediablemente. ¿De dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? 
Voy a imaginar la siguiente circunstancia: Me acerco a “Todo a 0.95”, que –de existir- sería el “Todo a cien” de hace poco, y compro un balón.  Mis padres lógicamente, extrañados, quieren averiguar,  pero yo, listo, les hago creer que el importe  lo he encontrado tirado en la calle. Creíble por una única vez, pero, ¿podré seguir hallando dinero callejero permanentemente? ¿Qué hubiera ocurrido si, por ejemplo, compro un traje,  subo al tren y voy a Bilbao a gozar de la vida gastando dinero en cosas agradables?  Porque si no se disfruta, ¿para qué sirve?

No se puede exagerar la importancia que hubiera tenido que antes de entregarnos a la autoridades hubiéramos sido más perspicaces y pensándolo antes dos veces, haber dejado las cosas como estaban, porque el desenlace hubiera sido muy otro.
    El pitote que se organizó no se le hubiera concedido la máxima importancia y el resultado final hubiera resultado feliz  en todas las direcciones: ellos hubieran sido aclamados valerosos héroes demostrado con creces; mis pobres padres se hubieran evitado disgustos sin fin, profunda tristeza y penas de mucha hondura, porque aun siendo de derechas, católicos al máximo nivel y amantes de la paz, los fascistas, caciques del pueblo, se ensañaron con ellos con conducta tan ignominiosa que cometieron la infamia de arruinar su negocio asustando  hasta lograr ahuyentar a los clientes de la lechería con miradas y gestos de desprecio, insultos y amenazas, y sin medio de vida se vieron obligados a malvender sus pertenencias y abandonar el pueblo, emprendiendo la huida hacia Saldaña, donde fijaron su nueva residencia. A nosotros no nos hubieran exhibido paseándonos con las manos esposadas a la espalda calle arriba calle abajo por todo el pueblo, haciéndonos sentir como la sardina que se comió el gato.
    No pararon ahí las cosas, fueron a más, a mucho más.

Eran malos tiempos, corrían los trágicos días de la guerra incivil, aquella locura homicida que convirtió a España en un inmenso matadero. Por supuesto,  también en Guardo los acontecimientos se desbordaron al máximo.  Los falangistas, “camisas viejas”, con pistolón al cinto eran los meros gallos del pueblo y ejerciendo la justicia con criterio de ética irracional establecían las normas de manera extremadamente simple, señalando con el dedo quienes tenían derecho a la vida y quienes -no precisamente por lo que hacían, que también, sino por lo que pensaban- eran merecedores de cortarles el hilo de la vida.
No es de extrañar que en el pueblo, muchos de sus habitantes viviesen sintiendo una indescriptible sensación de terror; si fueron próximos al centenar los vilmente asesinados, cuyos restos aún permanecen por campos y cunetas de las carreteras.
Se cometieron actos humanamente repulsivos, como ejemplo de crueldad extrema es de señalar la noche de horror en que “pasearon” a siete infelices e inocentes mujeres en represalia por la fuga de sus esposos al monte, madres  con hijos de muy corta edad. No puedo evitar imaginar la escena del crimen: aterrorizadas mujeres de rodillas abrazadas a los pies de los asesinos, que desechas en lágrimas suplicando piedad, no podían morir, sus hijos las necesitaban mucho. No hubo compasión para ellas, con inaudita crueldad las acribillaron a balazos.   
Doy en creer que el hombre en general no es malo por naturaleza, pero algunos, rotundamente, sí. Por ejemplo, entre otros muchos, los inhumanos componentes de la escuadra “Los valientes” que, efectivamente, sentían propensión innata hacia el mal y la crueldad. Cometieron execrables crímenes sin sentirse culpable  ni temor al castigo, eran, ¿cómo lo diré? Intocables ángeles vengadores. O sea que para aquellas atrocidades no existe otra explicación que la infame condición de no pocos seres humanos.

A nosotros, acusados de peligrosos delincuentes, nos enviaron a la cárcel en un viaje que va más allá del tiempo, quiero decir que imposible de olvidar: Guardo-Bilbao-Palencia sin comer ni beber, esposados muñeca con muñeca, expuestos a vergüenza pública, porque se corrió la voz por el tren de nuestra situación y no pocos pasajeros desfilaron para vernos, algunos con miradas compasivas, otros con gestos desdeñosos y viles sonrisillas.

El lugar en que nos recluyeron, entre presos políticos, no era propiamente una prisión, se trataba de un viejo caserón habilitado como tal que no reunía condiciones y en el que nos acinábamos demasiados reclusos.
El tiempo en la cárcel se alargaba sin fin, todo era rutina y esperas, cola para utilizar el retrete, formaciones para recuento de presos tres veces al día…Éramos los más jóvenes, niños comparados con los otros, que aunque algunos relativamente jóvenes también, envejecidos por el miedo y desdentados por el hambre, dado que las comidas eran guisotes escasos y de tan ínfima calidad que la gente vivía con el estómago agarrotado por la gazuza.

En la cárcel reinaba la tristeza y una sensación de compasión y miedo colectivo, singularmente los días que los altavoces gritaban los nombres de quienes en vehículos celulares eran llevados, blancos de miedo,  a una parodia de tribunal  para ser sometidos a procesos sumarísimos o consejos de guerra, no se entendía bien, porque democracia es tratar exquisitamente a los demás, pero propio es de tiempos revueltos , dictaduras, cuando todo está pasado de revoluciones la confusión y la injusticia, por ello eran juzgados y condenados severamente, se decía que ser condenados a cadena perpetua significaba el prodigio de seguir vivos, porque dado que las delaciones eran consideradas como un deber patriótico, llovían las acusaciones, que ve a saber si siempre justas o terribles calumnias maquinadas por motivos de odio, envidia, deseos de venganza …y que un juez o fiscal militar admitía como buenas, sin necesidad de prueba alguna y con ausencia total de garantías para el acusado y en razón de ello menudeaban las condenas a la última pena, más aún, se daban no pocos casos de acusaciones de tan horrendos crímenes que una sentencia a  la última pena resultaba insuficiente y eran sentenciados a dos o tres condenas a morir  fusilados  para evitar que algún indulto pudiera salvarles la vida. Las sentencias eran ejecutadas en breve plazo. Efectivamente, aunque de esto nada veíamos, bien sabido era que al amanecer de algunos días después eran trasladados en el camión de la muerte al cementerio, frente a cuyas tapias esperaba el pelotón de fusilamiento.

La prisión se regía por normas muy rigurosas, todo estaba prohibido, estrictamente asomarse a las ventanas. Echar un ojo al exterior resultaba una tentación difícil de evitar y todos mirábamos, pero con suma cautela, con los ojos más puestos en el centinela que en la calle porque aquellos tipos tiraban a matar.
Me tocó ver el cadáver de un joven preso con un balazo en la frente. El infeliz se distrajo demasiado en la contemplación de algo que atrajo su atención, el centinela anduvo listo y le asesinó de un certero disparo.

En cuanto a mí, bien se dice que vale más caer en gracia que ser gracioso, que fue justamente lo que me ocurrió con un funcionario de prisiones a quien desde el primer momento le caí bien y me dispensaba trato de favor, no sé si porque me veía un crío, porque comprendió que nuestro pecado no pasaba de ser una bobalicona chiquillada, o simplemente porque sí, sin más; el hecho es que con tanto cariño me trató, que se hizo merecedor de mi sincera gratitud.
Ya está fuera de la vida, pero estando vivo fueron muchos años de entrañable amistad. Y no era para menos si además de tantas atenciones,  por  mediación suya gocé del gracioso y favorable privilegio de ocupar el  puesto de ayudante del maestro de la escuela de la prisión. Aclaro la circunstancia.
Como era de rigor, en la prisión la correspondencia pasaba por la censura y las cartas a mis padres de algún modo se distinguían por la redacción, la ortografía y la caligrafía, detalle que llegó a los oídos de mi guardián protector, lo que le bastó y sobró para la recomendación a ocupar  el puesto  que resultó como ser agraciado con el gordo de la lotería por las ventajas que conllevaba.
En realidad, y por supuesto, poco era mi saber y entender, sin embargo, no digo que lo fuera, pero mi paso por el internado me servía para pasar por listillo: tuerto rey en el país de los ciegos, con conocimientos suficientes para cuidarme de un grupo numeroso de semianalfabetos.
Resultaba emocionante enseñar a leer y escribir a adultos y dado que le ponía el mayor entusiasmo y los aprendices también se mostraban interesados, entre otras razones porque todos redimíamos pena, la cosa funcionaba satisfactoriamente.
Existía otra circunstancias favorable; la famosa Sra. Elena residía en Saldaña, donde prestó cuanta ayuda necesitaron mis padres cuando se instalaron allí, pero ojo a este significativo dato, era nacida y criada nada más ni nada menos que en Cornón, no digo más. Es decir, digo mucho más: dos de sus hijas, Upe y Paulina, trabajaban en Palencia y domingos y festivos recibía su alegre y juvenil visita, entregándome, por añadidura y por su cuenta, paquetes con comida, además de la que me enviaban mis padres. En razón de comportamiento tan digno de agradecimiento nuestra relación va más allá de lazos de amistad, nos profesamos cariño fraternal.
Bien puedo decir que, pese a las estrictas normas  que regían la prisión, dentro de lo posible, por supuesto, era un preso afortunado: tenía una ocupación que me agradaba y  permitía hacer algo por los demás; me liberaba de las mortales horas de aburrimiento dando vueltas sin fin a la noria del pequeño patio, no pasaba hambre ni me sentía aislado del exterior.
No tener quien los visitase  suponía gran problema para la mayoría de los reclusos. Es decir, vivía bien, físicamente bien, no tanto en el plano moral o psicológico, puesto que no me resultaba fácil dejar de dar vueltas a la batidora de la cabeza con el problema de ser yo, solamente yo, el responsable de las dificultades por las que pasaron mis progenitores, lo que resultaba sobrada razón para sentir retortijones de conciencia, descontento conmigo mismo, reflejos íntimos de pesar por haber desmoronado su vida.
Aclaro que, como no podía ser de otro modo, la desastrosa ocurrencia que me había llevado donde estaba, dejó huellas: los rasgos de mi conducta en alguna medida cambiaron.

A ver si logro explicarme: en el modo de ser de las personas hay que saber distinguir, no confundir temperamento y carácter. El temperamento se refiere al modo de reaccionar de las personas. Quien nace colérico, sanguíneo, melancólico o bien flemático, así vive y así muere, no es modificable. No ocurre así con el carácter que se forma en gran medida en la niñez, así mismo con experiencias personales, circunstancias ambientales, por conocimiento de uno mismo… es modificable y mi carácter cambió, de algún modo fui otro, más desconfiado, timorato y falto de autoestima. También más reflexivo: caí en la cuenta de que había sonado la hora de recapacitar y tomarme a mí mismo y a mi vida en serio; ya no era un crío inmaduro a quien se le había hecho vicio andar todo el rato metido en líos, por lo que  resultaba obligado hacer algo para desarrollar mi conciencia, esa voz interior de nuestro verdadero yo que regula nuestro modo de actuar, nuestra conducta, puesto que parece ser, que hasta entonces me había hablado tan bajito que no la oía, o no entendía sus mensajes, pero ya no era posible dejar de atenderla.
Con mayor conocimiento de la realidad tenía que corregir las anteriores tonterías, ser como ella decía,  más sensato y comportarme como Dios manda, correcta y responsablemente.
Pienso, vistas las cosas desde la perspectiva que ofrece el mucho tiempo transcurrido, que no he dejado de cumplir mi promesa, he sido en el buen sentido de la palabra, buena gente. Bueno a mi modo, si preferís decirlo así. El caso es que de armas y tiros sanseacabó y sanseterminó, me curé para siempre.
En México, mi segunda patria,  primera vuestra, no es fácil dar con una casa sin armas de fuego, adquirirlas resulta tan sencillo como comprar una Coca-Cola, pero en mi casa jamás entró una; cuando he efectuado algún disparo ha sido por diversión en competiciones deportivas con los amigos los días de campo. Por cierto, en una de estas ocasiones tuvo lugar la pequeña-gran tragedia del asesinato del pobre pajarillo que loco de alegría trinaba rama más alta de un esbelto árbol. Fue una inaudita mala suerte para el infeliz cantor, porque me hallaba a una distancia imposible de hacer blanco disparando con un rifle de pequeño calibre. Considerándolo así, apunté, disparé y di en la diana. A mis pies cayó destrozado el infortunado jilguero. Aún me duele aquella muerte inútil e injusta.
Mi permanencia en prisión no fue prolongada, la sentencia fue de un año, pero acogido a la redención de penas por trabajo y estudios -aprobé cinco sencillas asignaturas redimiendo con creces la totalidad de la condena- incluso la de mi compinche que ni trabajaba ni estudiaba, pero al cumplir los seis meses nos concedieron la libertad a los dos. Por cierto, y  no sé como pudo pasar, pero mis dos cómplices, tanto el involucrado como el que libró de todo, se esfumaron por completo de mi vida, nunca más volví a tener  noticias de ellos.
Saldaña no es mi pueblo, pero como si lo fuera, no diré que le quiero más que a Cornón, mi terruño natal, porque tengo que ser fiel al lugar donde abrí los ojos a la luz, pero sí que le tengo la máxima estima con justificada razón.
Llegué, lógicamente, preocupado, temeroso de ser señalado con el dedo, pero afortunadamente nada de eso tuvo lugar, la mayoría del personal no se dio por enterada y los conocedores del tema lo tomaron como una simple chiquillada de muchachos que les movía a risa.
Importancia singular tuvo también el hecho de haber establecido pronto amistades que han persistido a través de toda la vida toda. Tal es el caso, por citar un excelente ejemplo,  de José Mari; otro más, Pepito, el eterno alcalde del pueblo, amistad igualmente de la autora de vuestra vida.
Por supuesto, al llegar mis progenitores a Saldaña, aunque con sensible pérdida de calidad de vida, ya se habían acomodado, vivían en la casita frente al cementerio que conocéis y mi padre trabajaba con un médico un tanto atípico que distribuía su tiempo entre la medicina y la ganadería, criando y trapicheando con todo tipo de animales: vacas, terneras, toros, caballos…Mi progenitor se cuidaba de atender el amplio establo, o "Arca de Noé", como gustaba decir al doctor. 
Ocurrieron otras cosas favorables, una de ellas, el guardián de prisiones, aún joven, treintañero y soltero, quizá se mostraba tímido ante las mujeres por tener problemas con un ojo -lo llevaba de cristal- en las frecuentes visitas a su familia, residente en un lugar próximo a Saldaña, no dejaba de ir a  verme -a vernos- porque en igual estima que me tenía, le tenían a él mis padres. Cómo no iba a ser así si me ponía por las nubes ante quienes quisieran escucharle por mi comportamiento y lo eficaz que resultaba enseñando. Con esta excelente publicidad gratuita y que, efectivamente, había tomado en serio mi buena conducta, si había obrado mal tenía que equilibrarlo viviendo conforme a lo mejor que tenía dentro de mí; la casa poco a poco se fue llenando de muchachos para recibir clases particulares.

Vaya por delante que en modo alguno planeé dedicarme a la enseñanza, lógicamente, por no tener el grado de maestro, pero con el inicio en  la prisión, las cosas vinieron rodadas, en cierta medida porque los profesores en ocasiones necesitan sustitutos y  yo, por las clases particulares -que habían cobrado cierta buena fama- era muy solicitado para suplir ausencias, particularmente las de un maestro bastante atípico también a quien le resultaban más atractivos y rentables los negocios que la enseñanza y le sustituía un día sí y otro también. Y satisfactoriamente, porque como me sentía bien enseñando le ponía ilusión y dedicación. Preparaba mucho las clases, exigía cumplimiento, pero no a reglazos, pues por mi juventud me identificaba mucho con los críos, les caía bien. De hecho, en mis visitas a Saldaña y pese a los tres cuartos de siglo transcurridos aún me encuentro alumnos que me recuerdan y saludan.

Así estaban las cosas cuando en busca de sustituto vino a verme una joven maestra que residiendo en Palencia y sin problemas económicos,  no  le agradaba la aldea de la que era maestra titular y la reemplacé durante tres cursos. Hasta los 21 años que me reclamó el ejército para cumplir la “mili”.
Se trataba de Pedrosa de la Vega, pueblito que algún tiempo después alcanzó renombre por ubicarse en su término municipal la joya arqueológica de la Villa Romana de la Olmeda, que se anuncia como el mosaico policromado más bonito  y cuidado nada menos que del mundo entero.
Llegue a Pedrosa queriendo hacer lo que hay que hacer: enseñar, y le ponía lo que hay que poner, empeño en hacer las cosas bien, procurando que las clases fueran de lo más  alegres y eficaces, nada de “las letras con sangre entran”; contrariamente, enseñaba jugando, con lo que los muchachitos se aplicaban más y acudían contentos a la escuela con la satisfacción de los padres. Por otro lado, con la alegría de ser y sentirme joven, simpatizaba con la gente, por supuesto, especialmente las mozas y los mozos. Consecuentemente, en verdad puedo decir que mi estancia en Pedrosa fue un cielo sin nubes. Sólo al final, cuando me ausentaba para cumplir el servicio militar, el cielo sin nubes se nubló al tener lugar una peripecia que cuento como anécdota graciosa aunque me acarreó alguna dificultad con un mozo, autóctono pata negra equivocado de raíz al creer que por ser el hijo del secretario del ayuntamiento, tenía derecho a ser el mandamás entre los mozos, con más derechos que nadie.
Desde el primer momento  simpaticé especialmente con una muchacha  -para mi gusto lo más atractiva- buena figura, bonita de cara y de sentimientos, con la gracia y la simpatía a flor de piel; paseábamos, charlábamos, reíamos, bailábamos, juntos lo paseábamos bien.
Con el correr de los días la simpatía fue en aumento, nos enamorisqueamos, estábamos a morder un piñón, lo que sulfuró al antojadizo cacique que no contemplando la posibilidad que los deseos de ella fueran otros, la quería para él,  mostrándose celoso y como el celoso no tiene reposo, quiso vengar sus celos incordiándonos, vigilándonos, y amparado por las sombrar de la noche cometía la vileza de apedrearnos con cantos de tamaño que en ocasiones estuvo a punto de lastimarnos de verdad. Más aún, intentando hacernos el vacío chantajeó a los mozos con la amenaza: “Este mono se va, yo me quedo, ¿con quién estáis?

Las mozas no se dejaron coaccionar y viéndome atacado tan injustamente se pusieron todas a mi lado. Yo obligado a defenderme, acudí a una estratagema que fue un éxito.
Un librero amigo me consiguió una obra de teatro: “Fabiola”, de ambiente romano en la que todos los personajes eran femeninos; se trataba de los cristianos de los primeros siglos, fácil de interpretar y de emocionar, siendo las muchachas las primeras emocionadas e ilusionadas, poniendo verdadero empeño en que todo saliera bien.
Otro amigo -a éste se le daba bien el dibujo- me ayudó con los decorados. Los últimos meses de mi estancia en Pedrosa estuvieron dedicados a la preparación de la puesta en escena, memorizar y ensayar los papeles  y confeccionar elegante vestuario. La despedida,  la representación, tan aplaudida que hubo que repetir en varias ocasiones.

Cierto que venganza justa no hay ninguna, pero para mí fue un dulce desquite contra los pusilánimes mozos que se dejaron boicotear jugarles la mala pasada de las  tardes de sábados y domingos, ensayo, yo rodeado de toda la juventud femenina y ellos solos, aburridos, sin saber cómo matar el tiempo.

Como de este mundo nuestro se dice que es un pañuelo, no faltan las curiosas casualidades, citaré un par de ellas: un hermano de mi rival en amores habíamos sido compañeros de clase en el internado de Valencia de Don Juan; otra, Mari Carmen, la esposa de mi amigo José Mari, propietarios de la Casa Rural de Saldaña, años después y durante casi veinte, fue la maestra titular de Pedrosa.

En  mi estancia en Pedrosa -que disponía de tiempo- hice un curso por correspondencia de “Técnico en radio” que me resultó muy provechoso tiempo después. 

Volviendo al principio de este relato: no es que haya tenido  excesivo interés en conocer la vida y milagros del tal Don Eurípides; pero sé, por supuesto, que trató con rudo desprecio a mi pobre madre cuando al estar recibiendo un trato inicuo y vejatorio por parte de los caciques del pueblo, desconsolada y deshecha en lágrimas acudió a él en demanda de amparo, pero en absoluto escuchó su queja, sino que con humillante desprecio la dio con la puerta en las narices, enviando por una criada el desdeñoso recado de no estar en sus manos hacer algo por ella, cuando hubiera bastado mover un solo dedo para que todo hubiera resultado de  muy diferente manera.

Tampoco ignoro lo que es notorio, que también a él le trató la vida con especial rudeza, haciéndolo ver la pura y dura realidad cuando uno de sus hijos cumpliendo el servicio militar en el aeródromo de León -y por ser retoño de progenitor adinerado- un domingo pudo permitirse el lujo de alquilar una avioneta y  acercarse  a Guardo a impresionar realizando una exhibición  aérea. En presencia de todos -sus padres en primera línea- en una pirueta mal realizada el aparato se precipitó en tierra y el piloto murió destrozado.
El rudo mazazo sumado a problemas en la industria del carbón minaron su salud y con su muerte la familia se fue al garete, pues los otros dos hijos criados en la ociosidad y el derroche, pronto dilapidaron lo acumulado por el padre, en licores, drogas y demás; consecuentemente, vivieron causando lástima, aunque no tanta, porque “pobreza merecida, poco compadecida”, y la suya fue de lo más lastimosa por ser la de quienes tuvieron riqueza.
Total que remataron sus vidas de la peor manera, arrastrándose por las calles del pueblo desatinadamente  briagos, hasta padecer delirium trémens. ¡Terrible muerte!

Queridos hijos y nietos, abrazos, abrazos, abrazos y besos y más besos y el deseo de que siempre tengáis por compañeras a la salud, la suerte y la alegría. 

Félix