Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

sábado, 12 de febrero de 2011

EL FANTASMA

A pesar de lo leído hasta ahora sobre la agitada infancia del yayo, esta es una de las simpáticas anécdotas que él recuerda y que pintará una sonrisa en vosotros, sus lectores.

Feliz sábado sabadete.

Marisa Pérez

Queridos hijos: Yo con mis diez u once años era temerario ladronzuelo de fruta. Un grupo de cuatro o cinco amigos, jefes de pandillas -más por brabuconería que por las frutas- no encontrábamos más irresistible diversión que entrar a los huertos a robarlas.
Lo que mayor prestigio nos daba entre la chiquillería, era entrar en la mejor del pueblo por sus tapias adosadas a las del cementerio.
Habíamos descubierto que por el último rincón del camposanto era fácil entrar y salir de dicha huerta saltando de una a la otra tapia.
No era difícil, pero sí necesario poseer un sorbito de valentía para andar trepando por las bardas de la ciudad de los muertos con escasa luz, porque era al atardecer la hora más propicia para llevar a cabo la granujada.

Bueno, que eso: Estábamos un día entre otros, ya anochecido trepados a los árboles y hecha la carga de fruta; vestía yo una blusa camisera con un resorte flexible en la cintura muy a propósito para la ocasión.
Digo que robar la fruta no era lo peor que podíamos hacer, sino causar daños a los árboles, imagino era lo que al dueño le crispaba los nervios, harto ya, -al aire, por supuesto- pero aquel día  nos recibió a tiros, tal como suena.
En tantos años que han pasado por encima, no he logrado olvidar el tremendo susto, por el tiroteo y por lo que siguió.
Estaba, como digo, subido en lo más alto de un manzano cargado de manzanas, cuando de pronto estalló la guerra con zumbidos como cañonazos en la noche ¡pimpam, pimpampum! 
Para qué decir que huimos como bando de perdices tiroteadas cada cual por su camino.
Yo elegí el más corto y comprometido, el inquietante callejón en tinieblas que cruza las puertas del cementerio, pero la valentía me duró poco, lo dice el refrán: "al temeroso una pulga se le hace un oso", así que  corría yo perdiendo el pompis, y justamente al pasar frente a la puerta principal sentí vivamente cómo un fantasma (mi miedo) me seguía tan de cerca que me pisaba los talones.
No miento, aquel día batí yo dos records  simultáneamente, el del miedo y de velocidad.
Cuando jadeante y cortada la respiración llegué al salvador portal de mi casa, sentado en el primer peldaño de la escalera, recobrando poco a poco el resuello; fue entonces cuando eché de menos las manzanas; me palpé y ¿Qué manzanas?
Habían volado, y supe como: con el peso y la alocada carrera, la goma de la blusa  dio de sí dejando en libertad a la fruta,  que resbalando espalda abajo rebotaban en los zancajos y esos eran los pasos del temido fantasma. 
Valiente cobarde que nunca conté a nadie lo sucedido, no sin sobrada razón, pues de haberlo sabido mis amigos, aún estarían rodando por el suelo de la risa.
El susto me curó radicalmente, nunca más volví a  mis fechorías, entre otras cosas porque por aquellas fechas ingresé como interno en el convento de frailes agustinos de Valencia de Don Juan (León); episodio ya sabido por vosotros con el titulo: “Niño de la guerra”.

Besos y abrazos
Félix